miércoles, 24 de abril de 2013

Li-Young Lee


INQUIETO

Puedo oír en tu voz
que has nacido en un país
y morirás en otro,

y es donde vives donde te enterrarán,
y es cuando sueñas donde naciste,

y la luna no adorna jamás ambos cielos
la misma noche,

de ahí que creas que la luna tiene una hermana,
de ahí que sea tu día rehén de tus noches,

de ahí que no puedas dormir salvo que olvides,
que no puedas amar salvo que recuerdes.

Y de ahí que estés dividido: y no.
Quiero morir. Quiero vivir.
Nunca te vayas. Déjame solo.

Puedo oír, por lo que dices,
que tus primeras palabras debieron de ser madre y padre.

Antes incluso de tu propio nombre, madre.
Mucho antes de amén, padre.

Y metes una palabra en tu zapato izquierdo,
una en el derecho, y te echas a andar.

Y al acostarte las cubres
con tu almohada, y allí van dando pie
a otras palabras: niñez, destino y salvamento.
Cielos, vino, retorno.

E incluso dios y muerte son dos vástagos.
Incluso mundo fue engendrado, incluso estío
es un descendiente. Y el manzano. Mira y capta

el completo linaje de lo vivo
en cada hoja y decisión
ramificándose, acurrucado en cada brote firme,

todo junto en la flor, y de nuevo
en la pulpa, disuelto en el aroma
del primer bocado y del último.

Puedo decir, por tu callar, que has visto
los pétalos inmensos en su desvanecerse.

Alzando, cuando vuelan, tu única morada.
Sembrando, en su caída, sombras a tus pies.

Y que al cerrar los ojos puedes
oír las viejas fuentes
de las que proceden,

a la roca y el agua anunciando incesantes
las leyes del llegar y del partir.


                                          Traducción de Abraham Gragera


lunes, 22 de abril de 2013

EL TIEMPO MENOS SOLO. Revista CLARÍN, nº 104. Reseña de Martín López-Vega.




           Portada Clarín 104 

RECONSTRUIR EL HOMBRE

Abraham Gragera, El tiempo menos solo

Pre-Textos. Valencia, 2012. 56 páginas

            Cuando los poetas nacidos en torno a mediados de los 70 del pasado siglo comenzaron a publicar, las discusiones del medio eran más tribales que estéticas (que también lo eran, aunque no siempre muy argumentadas). Para cualquiera que asomara un poco la cabeza a lo que estaba pasando en otras latitudes, y especialmente a lo que se traducía de otras lenguas a otras lenguas, resultaba evidente en seguida que existía una serie de nombres fundamentales del siglo XX que nunca se habían publicado en España o de los que nos habíamos conformado con tener muestras no siempre bien resueltas. De Joseph Brodsky apenas había un libro de poemas, de Milosz sólo se publicó una antología tirando a deplorable después de que ganase el Nobel (lo mismo ocurrió con Szymborska), de Zbigniew Herbert y Miroslav Holub apenas había breves antologías, nada de Vasko Popa, poco de Marin Sorescu, algo de Yehuda Amijai... y así con un larguísimo etcétera de poetas que comenzaron a constituir para muchos una verdadera generación anterior de referencia, nombres junto a los que cabían sin duda José Ángel Valente o Ángel González, que dejaban de ser referencias únicas. Además, se leyó con interés verdadero, y se vio igualmente como padres, a poetas latinoamericanos como Rafael Cadenas, Efraín Huerta, Darío Jaramillo o José Watanabe, seguidos de otro larguísimo etcétera. No todo venía ya de Claudio Rodríguez. Sin duda esto pilló fuera de juego a buena parte de la crítica patria, que veía difícilmente más allá de Aleixandre y que no se dio cuenta (y en muchos casos, no se la ha dado aún) de cómo esta generación ha puesto en hora el reloj de la poesía española.

            Abraham Gragera (Madrid, 1973) fue desde muy pronto un poeta muy tenido en cuenta por todos, aunque hasta 2005 no publicó su primer libro, Adiós a la época de los grandes caracteres. En ese libro, Gragera llevaba a la práctica la evidencia de que buscar decir cosas nuevas (nuevas-pequeñas, claro; un poema es la continuación del gigantesco ensayo sobre la naturaleza humana que es la poesía, pero si renuncia a llevar esa investigación un pasito más allá, no es nada) equivalía a buscar nuevas formas de decirlas. Su habilidad para la metáfora inusual, para la imagen que descoloca al lector más que recolocarlo de nuevo ante un tópico, despistó a muchos, que vieron en su desparpajo (Gragera trata a sus modelos de igual a igual, sin reverencia pero con respeto) el camino de cierta “abstracción” poética que han seguido otros poetas jóvenes, que renuncian a que el poema necesite decir nada si “suena bien”, si es “algo bonito”. Pero Gragera iba mucho más allá, y que esa lectura, si bien extendida, fue errónea, lo viene a demostrar ahora su segundo libro.

            El tiempo menos solo evidencia más cuáles son los modelos de Gragera, quien tiene talento de sobra para evitar el pastiche. Sabe en qué banquete participa y su voz no disuena. Gragera aúna la tradición centroeuropea, tan consciente del peso de la historia, con la curiosidad por el pasado de la poesía norteamericana reciente. Si Merwin (a quien ha traducido) trata a veces de imitar la sintaxis latina en sus versos, Gragera toma recursos de aquí y de allá y hace guiños sibilinos a la métrica clásica, escribe poemas en prosa a la vez que juega con la rima. Hay poemas que remiten al mundo clásico (más a través de Herbert que de Cavafis, pero muy consciente de lo que de uno hay en el otro) y preguntas constantes sobre la función de la poesía y del lenguaje pero en un intento no de desacralizar, sino de reactivar su capacidad epifánica.

           Gragera recurre a menudo en este libro a la pintura como correlato de la poesía, bien para actualizar viejos mitos y creencias, como en “Laguna”, bien para buscar refugio en mundos “acabados”, como ocurre en “A la altura, a medida”. Temas clásicos y bíblicos reaparecen en textos como “En el bosque de Colono”, “Viejas plegarias atenienses” o “La mujer de Job”, mientras que “La oveja” reflexiona en nueve pasos sobre esa reactivación de la palabra poética. Hay también poemas de amor (“Albada” o “Los insomnes”) que aciertan al no quedarse ni conformarse con ser poemas de amor; y hondas elegías reflexivas sobre lo vivido, como “Remoto figurado”, uno de los grandes poemas del libro y de los últimos años de la poesía española.

            En El tiempo menos solo Gragera parece haber optado por centrar su propuesta, por dejar de lado (tal vez sólo de momento, para aclarar su intención) la pirotecnia más accesoria. Demuestra que no la necesitaba para escribir poemas que descubren algo más de nuestras zonas oscuras y, sobre todo, que recuperan algo esencial de la poesía clásica: nos ayudan a vivir mejor, a entender mejor nuestro tiempo, a acercarnos más a eso que solemos llamar ser felices. Con poetas como Abraham Gragera comienza algo nuevo; después de tanta deconstrucción, desacralización, caída y muerte de símbolos y creencias, empieza la construcción de una forma de ser humano. Sin necesidad de falsos ídolos, con una necesidad enorme de fe en una forma de vida plena y consciente de sí.



                                                                                                 Martín López-Vega